domingo, 10 de febrero de 2008

Poesía Peruana

Espacio dedicado a ofrecer, a los gavilanos y amigos, un panorama de las más significativas voces poéticas peruanas de la última centuria.

La poesía peruana es la más rica y variada del continente, esperamos que este espacio contribuya a su amplia difusión.


José Santos Chocano (Lima, 1875 - Santiago de Chile, 1934)


Blasón

Soy el cantor de America autóctono y salvaje:
mi lira tiene un alma, mi canto un ideal.
Mi verso no se mece colgado de un ramaje
con vaivén pausado de hamaca tropical...

Cuando me siento Inca, le rindo vasallaje
al Sol, que me da el cetro de su poder real;
cuando me siento hispano y evoco el Coloniaje
parecen mis estrofas trompetas de cristal.

Mi fantasía viene de un abolengo moro:
los Andes son de plata, pero el león, de oro,
y las dos castas fundo con épico fragor.

La sangre es española e incaico es el latido;
y de no ser Poeta, quizá yo hubiera sido
un blanco aventurero o un indio emperador.

La magnolia

En el bosque, de aromas y de música lleno,
la magnolia florece delicada y ligera,
cual vellón que en las zarzas enredado estuviera
o cual copo de espuma sobre lago sereno.

Es un ánfora digna de un artífice heleno,
un marmóreo prodigio de la Clásica Era;
y destaca su fina redondez a manera
de una dama que luce descotado su seno.

No se sabe si es perla, ni se sabe si es llanto
Hay entre ella y la luna cierta historia de encanto,
en la que una paloma pierde acaso la vida;

Porque es pura y es blanca y es graciosa y es leve,
como un rayo de luna que se cuaja en la nieve
o como una paloma que se queda dormida. . .



La canción del camino

Era un camino negro.
La noche estaba loca de relampagos. Yo iba
en mi potro salvaje
por la montaña andina.
Los chasquidos alegres de los cascos,
como masticaciones de monstruosas mandíbulas,
destrozaban los vidrios invisibles
de las charcas dormidas.
Tres millones de insectos
formaban una como rabiosa inarmonía.

Súbito, allá, a lo lejos,
por entre aquella mole doliente y pensativa
de la selva,
vi un puñado de luces como tropel de avispas.
¡La posada! El nervioso
látigo persignó la carne viva
de mi caballo, que rasgó los aires
con un largo relincho de alegría.
Y como si la selva
lo comprendiese todo, se quedó muda y fría.

Y hasta mí llegó, entoncés,
una voz clara y fina
de mujer que cantaba. Cantaba. Era su canto
una lenta. . . muy lenta. . . melodía:
algo como un suspiro que se alarga
y se alarga y se alarga. . . y no termina.

Entre el hondo silencio de la noche
y a través del reposo de la montaña, oíanse
los acordes
de aquel canto sencillo de una música íntima,
como si fuesen voces que llegaran
desde la otra vida. . .

Sofrené mi caballo
y me puse a escuchar lo que decía:

-Todos llegan de noche,
todos se van de día. . .

Y formándole dúo,
otra voz femenina
completó así la endecha
con ternura infinita:

- El amor es tan sólo una posada
en mitad del camino de la Vida. . .

Y las dos voces luego
a la vez repitieron con amargura rítmica:

-Todos llegan de noche,
todos se van de día. . .

Entonces, yo bajé de mi caballo
y me acosté en la orilla
de una charca.

Y fijo en ese canto que venía
a través del misterio de la selva,
fui cerrando los ojos al sueño y la fatiga.
Y me dormí arrullado; y, desde entonces,
cuando cruzo las selvas por rutas no sabidas,
jamás busco reposo en las posadas
y duermo al aire libre mi sueño y mi fatiga,
porque recuerdo siempre
aquel canto de una música íntima:

-Todos llegan de noche,
todos se van de día.
El amor es tan sólo una posada
en mitad del camino de la Vida. . .

( De Fiat Lux)

Obras de José Santos Chocano:
- Iras santas (1895),
- La epopeya del morro (1899),
- Alma América (Poemas indo-españoles) (1906),
- Fiat Lux (1908),
- Primicias de Oro de Indias (1934),
- Oro de Indias (1940),
- Obras completas (1954)


César Vallejo (Santiago de Chuco, 1892 - París, 1938)


Los heraldos negros

Hay golpes en la vida tan fuertes. . .Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma. . . Yo no sé!

Son pocos; pero son. . . Abren zanjas oscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán talvez los potros de bárbaros atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.

Son las caídas hondas de los Cristos del alma,
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.

Y el hombre. . . Pobre. . . pobre! Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como charco de culpa, en la mirada.

Hay golpes en la vida tan fuertes. . . Yo no sé!


Masa

Al fin de la batalla,
y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre
y le dijo: "No mueras, te amo tanto!"
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Se le acercaron dos y repitiéronle:
"No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!"
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Acudieron a él veinte, cien, mil, quinientos mil,
clamando: "Tanto amor, y no poder nada contra la muerte!"
Pero el cadaver ¡ay! siguió muriendo.

Le rodearon millones de individuos,
con ruego común: "¡Quédate hermano!"
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Entonces, todos los hombres de la tierra
le rodearon; les vio el cadaver triste, emocionado;
incorporose lentamente,
abrazo al primer hombre; echose a andar. . .

Obras: Los heraldos negros (1919), Trilce (1922), Poemas Humanos (1939).



ABRAHAM VALDELOMAR (Pisco 1888 - Ayacucho 1919)

El hermano ausente en la cena de pascua

La misma mesa antigua y holgada, de nogal,
y sobre ella la misma blancura del mantel
y los cuadros de caza de anonimo pincel
y la oscura alacena, todo, todo esta igual. . .

Hay un sitio vacio en la mesa hacia el cual
mi madre tiende a veces su mirada de miel
y musita el nombre del ausente; pero él
hoy no vendrá a sentarse en la mesa pascual.

La misma criada pone, sin dejarse sentir,
la suculenta vianda y el plácido manjar;
pero no hay la alegría ni el afán de reir.

que animaran antaño la cena familiar;
y mi madre que acaso algo quiere decir,
ve el lugar del ausente y se pone a llorar. . .


Tristitia

Mi infancia que fue dulce, serena, triste y sola
se deslizó en la paz de una aldea lejana,
entre el manso rumor con que muere una ola
y el tañer doloroso de una vieja campana.

Dábame el mar la nota de su melancolía,
el cielo la serena quietud de su belleza,
los besos de mi madre una dulce alegría
y la muerte del sol una vaga tristeza.

En la mañana azul, al despertar, sentía
el canto de las olas como una melodía
y luego el soplo denso, perfumado del mar,

y lo que él me dijera aún en mi alma persiste;
mi padre era callado y mi madre era triste
y la alegría nadie me la supo enseñar. . .